La melancolía, nadie podría dar una descripción certera de ese sentimiento tan personal, pero todos sabemos donde habita; en el número 7 de la calle en la que Sabina comenzó a silbar sus melodías. Siempre ha sido su fiel compañera, desde que la cantó por primera vez en las profundidades de La Mandrágora, hasta que desde el escenario más alto, la familia Sabinera le replicaba el estribillo al completo; como si de una oración pagana se tratase.
"Como quien viaja a lomos de una yegua sombría,
por la ciudad camino, no preguntéis a donde,
busco acaso un encuentro que me ilumine el día,
y no hallo más que puertas que niegan lo que esconden".
La canción arranca con un trotar errante, sin un destino fijo, esperando que el azar, el destino o la providencia le pongan por delante a alguien que le haga sonreír. Una persona que de repente le haga variar el rumbo, o que le ofrezca un destino hacia el que dirigir sus pasos. Sin embargo, se le agolpan las puertas cerradas, ni siquiera le muestran otras posibles realidades.
"Las chimeneas vierten su vómito de humo,
a un cielo cada vez más lejano y más alto.
Por las paredes ocres se desparrama el zumo,
de una fruta de sangre crecida en el asfalto".
"Ya el campo estará verde, debe ser primavera.
Cruza por mi mirada un tren interminable.
El barrio donde habito no es ninguna pradera,
desolado paisaje de antenas y de cables".
La relación de amor/odio con la gran ciudad ya se empieza a atisbar en esta canción, que llegó en la misma época que Pongamos que hablo de Madrid. Una ciudad que se puede presentar abrumadora, donde el cielo es un enjambre de cables y nubes negras, en el que las estrellas no terminan de brillar. Un lugar en el que la primavera tarda un poco más en llegar, porque las flores están peleando eternamente por abrirse paso entre el asfalto y las prisas. Una ciudad que no cuenta con la Calle Melancolía en su callejero, porque podrían ser muchas. Cada uno tiene una calle que le provoca estos sentimientos cuando deambula por ellas, y según el momento de tu vida esa calle puede cambiar de barrio.
"Como quien viaja a bordo de un barco enloquecido
que viene de la noche y va a ninguna parte.
Así mis pies descienden la cuesta del olvido,
fatigados de tanto andar sin encontrarte".
En la segunda parte de este viaje melancólico, la yegua sombría da paso a un barco enloquecido. Ambas podrían ser metáforas de nuestro paso por la vida, a veces a ritmo lento y a veces enervado. En ambas no hay un destino fijo, porque en la vida muchas más veces somos pasajeros que conductores. A veces nos dejamos llevar y a veces nos lleva a sitios que nunca jamás sospechamos. Que el olvido aparezca como una cuesta es otra metáfora brillante, al principio se hace duro y hay que apretar los dientes para recorrerla, pero una vez coronada el descenso se hace a un ritmo vertiginoso.
"Luego, de vuelta a casa, enciendo un cigarrillo,
ordeno mis papeles, resuelvo un crucigrama.
Me enfado con las sombras que pueblan los pasillos,
y me abrazo a la ausencia que dejas en mi cama."
De repente abandonamos la calle y la única puerta que no niega el paso es la del hogar. Ahí es donde se agolpan los recuerdos, porque el mismo hogar puede ser tan acogedor como desolador. La cama es testigo de los mejores encuentros y de los más amargos desencuentros. El mismo lado del lecho puede haber estado ocupado por la melancolía y por la alegría. Los pasillos pueden ser eternos cuando no hay nadie al final de ellos.
"Trepo por tu recuerdo como una enredadera,
que no encuentra ventana donde agarrarse, soy
esa absurda epidemia que sufren las aceras.
Si quieres encontrarme ya sabes donde estoy..."
Curioso caso el de la enredadera, por mucha vitalidad y por mucha voluntad que tenga, siempre necesita que algo le de soporte. Cuando eso falta, no hay nada a lo que agarrarse, todo se desploma. Y, por último, la humanidad descrita como una epidemia sufrida por las aceras. Aceras que soportan su caminar, a veces pesado, a veces sin rumbo. Aceras que siempre nos acaban dejando en algún lugar, aunque a veces sea fuera de lugar.
"Vivo en el número siete, calle Melancolía.
Quiero mudarme hace años al barrio de la Alegría.
Pero siempre que lo intento, ha salido ya el tranvía.
En la escalera me siento a silbar mi melodía."
Sabina siempre será el capitán de su calle Melancolía, pero todos hemos alquilado una estancia en ese lugar en algún momento de nuestras vidas. Las estancias son variopintas: de larga duracion, efímeras, reincidentes, necesarias... Si el taoísmo tiene el Yin y el Yang, el sabinismo tiene la Calle Melancolía y el Barrio de la Alegría.